Hay momentos en la vida en los
que uno querría abandonar el papel de actor principal para convertirse en un
simple extra, sin más responsabilidad que la de aprender un par de líneas del
abultado guión de la película. Diciembre ha sido un mes agotador: mucho
trabajo, remate de las obras de casa y la mudanza.
Hemos adquirido una enorme deuda,
de agradecimiento y amistad, con nuestros antiguos vecinos. Cada vez que sonaba
el timbre, tras la puerta aparecía Mari con una muestra de afecto y cuidado:
una invitación a comer, ropa planchada, un pastel vasco, pan casero, un
delicioso surtido navideño de La Fé… ¿Cómo estar a la altura de su generosidad?
Aún volcada en la organización de
la nueva casa, hago malabares con el tiempo libre. La semana pasada retomé la
costura y corté unos manteles individuales.
La tela, de diseño Provenzal, la
compré en Cádiz hace un par de años. Espero que les gusten a Mari y Fredy
porque son para su cocina.
Tecleo estas últimas líneas en la cocina a primera hora de la mañana. Me acompañan, un
té de Navidad y la respiración profunda de Lola en su guarida. Al posar la taza,
las hojas secas bajo el cristal de la mesa me recuerdan los árboles que había
alrededor de la última casa. Días antes de mudarnos, las recogí durante un
paseo y ahora son parte de esta casa, como los nuevos amigos.
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