La
semana pasada estuvimos en el mercadillo. Yo busco tesoros en los puestos y Lola,
restos de comida debajo de ellos. Las dos salimos contentas casi siempre: una
cargada de bolsas y otra relamiéndose los bigotes. Las fotos prueban lo
productivo de la incursión.
Los
“paseadores de perros” disfrutamos del privilegio de deambular sin rumbo por
cualquier lugar, sin una excusa en particular.
Pasear
después de desayunar es especialmente productivo: planeo escapadas de fin de
semana, nuevos proyectos de patch, practico pasos de baile, contemplo el cambio
de las estaciones… Me gusta medir, día a día, cómo crecen las ramas de los
árboles buscándose desde los lados del camino. Lentamente han creado una
avenida porticada por la que camino erráticamente, mientras pienso en esas
pequeñas cosas que transforman lo gris, en experiencia de color. A veces,
incluso canto, pero muy bajito porque escucharme cantar supone una experiencia inenarrable.
Estos
paseos suelen acabar con una llamada en la que recuerdo a mi ocupado marido lo
afortunados que somos. Sonríe al teléfono y quedamos para comer. Vuelvo a casa
con paso ligero y Lola trotando a mi lado. En mi oído resuena un beso… qué más
se puede pedir?
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